Nada como las delicias de encontrarse
con los amigos de la infancia y juventud. Es fácil detectar esa amistad, puedes
pasarte uno o dos años sin verlos, o treinta y ocho, como pasó con alguno de
los diez que nos juntamos en un bar madrileño en estos días, y puedes hablar de
tu vida, de tus cosas, de intimidades y detalles que no comentas con
cualquiera, como si tal cosa, como si ayer nos hubiéramos puesto al día.
Esa experiencia llena mis espacios
afectivos cuando regreso a mi tierra. Por un lado, mi madre, que es el número
uno, con ella la sola presencia lo marca todo. Mis hermanos y sobrinos, que
damos por hecho, que el encuentro es significativo y que podemos hablar,
compartir espacios físicos, arreglar la casa, acordar asuntos y todo fluye. La
conversación familiar es para mí encantadora. Mis tíos y vecinos que al estar
en un pueblo chico (que yo digo el paraíso de la comunicación, en lugar de
infierno grande que llaman otros), con todo el mundo te paras a platicar, salgo
en la mañana a comprar el pan, cada vecina me cuenta algo, me pregunta por la
familia, relata una anécdota de ayer o de hace cuarenta años, pero todo pasa de
manera natural, no corre el tiempo, juegas con las horas, parte del encanto son
esos minutos con cada uno, no se consideran tiempo perdido sino regalos.
Si suenan las campanas en la mañana
es señal de que el cura saldrá de viaje y la misa es temprano y corren las
cuatro ancianas devotas al llamado; pero si doblan todos los vecinos salen a la
calle a ver quién se ha muerto, si es del pueblo, pero vive en la ciudad,
probablemente lo traigan a enterrar por la tarde, si estaba en el hospital
llegará pronto, si fue en su casa, se aprestan a acercarse a dar el pésame. No
usan whatssApp, no lo mandan por mail, aunque el cura es joven y lo pone en
Facebook en poco tiempo. Ese es el pueblo, es el tipo de comunicación que
tienen, todos saben todo, al menos lo superficial, lo demás lo inventan como en
todos lados.
Hay siempre encuentros más profundos,
uno a uno, caminando por el campo, o frente a la parcela de cebollas, en el bar
con un aperitivo de por medio, o en medio de la procesión de la virgen, la cosa
es encontrarse y comunicarse con el corazón. Yo me voy siempre lleno de esos
encuentros. Los tengo frescos en mi corazón, no se van, aunque sé que pasará un
año sin vernos, aunque no nos escribimos ni enviamos emoticones, es que la
conexión es de dentro, sin vergüenza, sin ocultamientos, sin obligación,
simplemente hablando de lo que queremos, callando lo que no queremos compartir,
sin prisas, sin presiones.
Tengo presentes dos o tres
conversaciones de estos días, donde salió a relucir la frase: “eso no se lo he
contado a nadie, eres el primero en saberlo”. A eso me refiero cuando hablo de
encuentro del alma, esas cosas que fluyen tan fácilmente con alguien y que no
salen ni empujando con los demás.
Por eso y por mucho más, como dice la
canción, me siento afortunado de tener amigos de infancia y Juventud,
compañeros del pueblo, del internado, y de la carrera, compañeros del alma,
vidas que coincidimos un día y que cuando vuelve a suceder alegran el momento.
Con mi
cariño de siempre: José Luis
joseluis@dordesa.com
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